Volver a dónde se ama la vida
Aterricé en Montevideo el sábado pasado en la mañana después de haber dormido 9 horas y haber dedicado las restantes a ver ‘Anatomía de una caída’ y haberme quedado fascinada por semejante obra maestra. Fue un vuelo, lo que se dice, comodísimo. Necesitaba con toda mi alma dormir mucho y estar quieta. Bajarle tres rayas al ritmo que yo misma me había inventado las semanas anteriores.
Llegué a casa de mis tíos al mediodía de dos años después. Su casa en Punta del Este es como un remanso de veraneo y cosas bonitas: se divisa el Atlántico a lo grande, entra el viento fresco por el balcón y siempre hay vino blanco en la nevera dispuesto a ser descorchado en cualquier instante.
Los paseos entre las dunas, los bosques de árboles gigantes y los parques infinitos se intercalan con el caos que somos todos, con mis primos saltando y bailando, con el sol abronzando otra vez mi piel, con las risas ruidosas y los horarios cambiados. El vino siempre se combina con las empanadas, las milanesas, los ñoquis del 29, las picadas y las 10 tartas rogel que he comido y que sería capaz de devorar otra vez.
Aquella primera noche mi tía Delia y yo acabamos pidiendo cócteles hechos a base de champagne y de algo más que no sabíamos —sólo después descubrimos que era helado de limón. Había música en directo y empezó a sonar ‘De música ligera’ cuando mi tía se levantó y empezó a bailar. A partir de ahí no paró ni un instante. Organizó las mesas de los de al lado, sacó a la pista improvisada a una mujer, a su marido, al amigo del marido. Saludó a todo el mundo. La habían esperado con una reserva en la mesa con su nombre y un corazón.
Llegamos a casa cuando pasaban las 4 de la mañana muertas de risa hablando con el taxista. La gente de la mesa de al lado la habían mirado toda la noche fascinados: yo tengo 29 años y mi tía (tía abuela) tiene 82. Yo también la miraba fascinada pero en los días siguientes descubrí su secreto. Abrí la nevera para desayunar y había más botellas de vino, unas berenjenas listas para el horno y en el banco de la cocina se leía una receta escrita a mano. Repasé todos los imanes de los lugares a los que habían viajado y en el almuerzo hablamos de la magia que tiene agarrar un coche y recorrer a ver qué ocurría.
La poeta uruguaya Cristina Peri Rossi escribió que la curiosidad y el deseo son siempre jóvenes. Ahí entendí lo que ocurría con mi tía Delia: unas ganas locas por vivir, por ver qué pasará después, por hacer que pase, por preguntar, por hablar con la gente, por moverse, emocionarse, reírse alto, seguir haciendo bromas malísimas y por tener, por supuesto, la predisposición de tomarse una copa de vino en cualquier instante.
Por acabar citando a otra mujer increíble, cantó Chavela Vargas en ‘Las simples cosas’ que uno siempre vuelve a los viejos sitios dónde amó la vida. Y por eso yo vuelvo y vuelvo y volveré a cruzar este Oceáno Atlántico que es tan sólo agua entre mi corazón dividido.
Cosas bonitas de esta semana:
Estuve con mi familia argentina casi al completo (nos faltó Mica) dos años después. Abracé a mis primos, comí con mis tíos durante horas, jugamos en la playa.
Vi el sol caer todos los días. Estuvimos hasta que se hizo de noche jugando, bebiendo cerveza y viendo el cielo cambiar de colores.
Destaco: tomé mucho vino blanco enfrente del mar con mi tía Delia.
Dormí la siesta al sol mientras leía.
Caminé entre bosques y encontré una librería en la que acabé comprando ‘Julio Cortázar y Cris’ de Cristina Peri Rossi, un libro que me había recomendado Lu (ella siempre tiene razón, sé que me estás leyendo, saludos). Lloré al leerlo, me emocionó como el amor traspasa años y presencia física. Es quizás uno de los libros que más me ha enseñado sobre la trascendencia de alguien mucho más allá de su muerte.
“El azar no existe” escribió Cortázar. “Todo encuentro por azar es una cita previa” pareció responder Borges.
Vi Anatomía de una caída, me pareció brillante, buenísima, y dormí mucho en el avión. Sé que lo puse arriba pero me pareció maravilloso, lo repito.
Comí todo lo que me gusta y más. Tengo una sobredosis de dulce de leche.
Tomé un barco y crucé a Buenos Aires.
Caminé hasta desayunar en un sitio que me gusta y pasé por la floristería en la que compré muchas flores el mes que Argentina ganó el Mundial. Tengo nostalgia preciosa porque sólo me trae buenos recuerdos.
Estoy sentada esperando a Lucila y esta tarde veré a Mica. Soy feliz.