Primero sofríe la cebolla, luego echa la carne picada, y solo cuando la cebolla ya está pochada y ha agarrado sabor, entran las especias, el aceite y la sal, el tomate rayado y un poquito de jamón. Prepara la bechamel en paralelo. Y como una directora de orquesta tiene dos o tres fuegos encendidos. Pasa por lo menos dos horas cortando y observando, removiendo, probando el punto de sabor.
Cuando acaba el sofrito, prepara la cazuela para hervir la pasta. Con la pasta lista se vierte todo en una cazuela de barro y se mezcla bechamel, sofrito y macarrones. Queso rayado por encima y al horno. Casi dos horas más, a fuego bajo y constante.
Mi abuela tarda en hacer sus macarrones al horno casi cuatro horas. Podría hacerlos en 20 minutos y serían macarrones igual, pero nunca jamás tendrían el mismo sabor ni serían los suyos. Y definitivamente tampoco nos los comeríamos con el mismo placer.
Me están pasando cosas preciosas, una alineación del cosmos, ni idea de qué es pero la energía está llegando para quedarse. Y yo no dejo de pensar en los macarrones de mi abuela: las metas cumplidas, esas-cosas-que-salen-bien, suelen ser consecuencia del camino lento pero constante. Seguir mis propios pasos, probar y probar, equivocarme con la sal y añadir un poco más, entender que cultivar la paciencia es un don y que la constancia es un esfuerzo pegajoso.
Comprendí que no es tanto la seguridad de saber hacia dónde voy sino la certeza de quién soy y la consecuencia que eso tiene en todo lo que hago. Si todo ello me llevará mucho más lejos todavía no lo sé, pero espero que nunca tanto como para no comer, al menos un par de veces al año, los macarrones de mi abuela.
Preciós!😍