Una gran victoria
No me quedaban libros nuevos que leer. Estaba en un avión de Doha a Madrid y venía de otro que había salido de Saigón hacía ya medio día. Respiraba agotada y resistiéndome al sueño para poder llegar a casa y sentir que había hackeado al sistema y no tenía jet lag, como si viviese de las pequeñas victorias.
Decidí poner Mujercitas de Greta Gerwig porque siempre había tenido Mujercitas en el horizonte pero nunca —sin saber por qué— me había decidido a entrar en su mundo, así que por qué no hacerlo a miles de metros de altura. Recordemos que necesitaba evitar el sueño por encima de todo.
Mujercitas empezó y a los 10 minutos me tenía con una sonrisa que no podía cambiar de ninguna manera. Mis ojos brillaban mirando la minúscula pantalla y era incapaz de prestar atención a otra cosa: sólo observaba a Jo March y a sus hermanas. La analizaba al milímetro asintiendo y empecé a desear ser la mitad de increíble que ella en cuestión de instantes. ¿Cómo me había perdido hasta ahora esa historia?
Jo March llegó ahora para seguir empujándome a escribir, pero sobre todo, para que me crea que a alguien más podría gustarle lo que escribo. Una heroína normal provocando algo extraordinario: alimentando mi capacidad de soñar.
A mitad de película rompí a llorar. En el avión. En público. Mirando a Jo March y a sus hermanas.
Y me di cuenta de que había entrado en mi propio universo: llorar sin poder moverme de mi asiento, rodeada de oscuridad y desconocidos, estaba siendo catártico. Mis lágrimas brotan liberadas y allí, en mi intimidad más pública, me emocioné por la belleza de las posibilidades y recordé este verso del poeta catalán Miquel Martí i Pol: “todo es posible, todo está por hacer”. Así que lloré en un avión y abracé cada imagen, cada diálogo y cada esquina de la película que me había despertado.
Cuando terminó la última escena, me dormí.
Esa sí fue, quizás, una gran victoria, una victoria a la que aspiro: me dormí cuando me lo pidió el cuerpo, lloré sin preguntarme que estaría pensando el de al lado al verme. Dejé de resistirme —al llanto, al sueño— porque estoy harta de resistir, no quiero resistir, no quiero sobrevivir, quiero vivir, quiero dejar de estirar tanto de la cuerda, quiero romperla y hacer una nueva.
Cosas bonitas de esta semana:
Conocí Saigón y me metí en los túneles de Cu Chi que usaba la guerrilla del Viet Cong en la guerra de Vietnam. Me pareció estar tocando la historia con las yemas de mis dedos.
Vi dos pelis que me encantaron: Oppenheimer y, ya lo sabes, Mujercitas.
Terminé un librazo que además es cortísimo y puedes llevarte a cualquier lado: “Y eso fue lo que pasó” de Natalia Ginzburg.
La rutina de esta semana me ha salvado: comer en casa, el pijama, el café calentito en mi taza nueva vietnamita.
El paseo de estos días con Caos y Oli, sacarlos y que me dé el sol en la cara un día cualquier entre semana antes de comer.
Los reencuentros en desayunos, cenas, en la calle, en cualquier lado.
Por fin he visto en directo a Hernán Casciari contando cuentos. Fue por un regalo de Flor. Ella piensa que me regaló una entrada pero en realidad me regaló nuevos recuerdos y me quedo, sin duda, con todas nuestras conversaciones.
Sentarme con Claudia a trabajar.
Que Tomás me descubriese a Estelares.
Que Andrea, Ali y yo estemos en casa y nos despertemos juntas.
El semáforo se paró y pude ver 2 minutos de amanecer en Cibeles.
Han subido definitivamente las temperaturas: las terrazas de Madrid están llenas y la vida está tomando un cariz emocionante. Va a pasar de todo.