Pasan sin llamar
No son pocas las veces que he pensado cómo querría que fuese mi casa. Esto de vivir en perpetuo alquiler aleja bastante mi idealizado piso en ciudad por definir que tendría las paredes blancas y una estantería gigantesca llena de libros, con una predominancia clara de mi editorial favorita. Mi yo optimista empezó, por si acaso, el mes pasado a coleccionar unos libros de arte, Miró fue el primero, en Taschen (una pasada, dadle un vistazo), muy decidida a que tendrán su hueco en la famosa estantería.
Tendría plantas, probablemente. Y un sofá grande. Una cocina abierta para montar aperitivos —o igual ya he aprendido a cocinar—. Muchos cojines. Suelo de madera y ventanas muy altas, por las que traspasa la luz y se calienta el alma. ¿Una alfombra? Quizás sí.
El domingo pasado Sofía y yo volvimos al Rastro. Era su primer fin de semana en Madrid después de no sé cuántos meses y nos abrigamos dispuestas a hacer nuestro plan matutino favorito: pasear sin rumbo, tomar el vermú al sol y acabar comiendo con sobremesa de las que sales de noche. Pasamos por una tienda de decoración (bueno, por varias), y estuvimos hablando de telas de cojines, platos y jarrones, para acabar comentando la vida, en general, y discernir sobre el bien y el mal. La última ley de educación o la obsesión por el status, entre otras. Nos gusta ser señoras, eso que no nos lo quiten.
Cuando volvía a casa decidí bajar la Gran Vía a pie porque Madrid tenía esa luz magnética que te advierte de que no te la pierdas.
La tarde parecía tan normal que me asustó pensar que esto estaba pasando, por si no me pillaba preparada para el siguiente paso. A ver qué pasa si esto acaba y nos coge a todos con el discurso a medias de lo que haremos cuando esto acabe. Hay que estar preparado para el fin de una pandemia. Y yo sigo sin billetes de avión que comprar.
Absorta por las luces y pensando en aviones con destino a ninguna parte y a todas a la vez, creo que probablemente nunca haya estado tan alejada del punto de comprarme una casa o de, al menos, amueblarla con perspectiva de quedarme a largo plazo. Si no sé dónde querré estar en enero, cómo voy a tener dónde apoyar mis libros.
Así que no, no tengo la estantería. Ni la perspectiva. Pero pensé en el domingo que acababa de vivir y en esa suerte que he tenido de encontrar a personas que no se amoldan como el sofá que quería, son mucho mejor que eso. Te dan calor como la manta aquella, ya sabes cuál. Son la lámpara del salón, la que da luz cálida y es capaz de reconfortarte después de un día de mierda. Te salvan con una copa de vino. Y saben cuándo prepararte un vaso de leche. Pasan sin llamar porque no lo necesitan. Llegan por casualidad y acaban quedándose horas, y en el mejor de los casos, una vida. Te han visto recién levantada. Te han visto caer, han caído contigo. Os habéis ensuciado en el barro juntos. Qué maravilla. Son un sí. Y también saben decirte cuando no. Hay personas que no te abrazan porque son abrazo.
Mi casa tiene nombres y apellidos. Y de momento creo que aguanto sin estantería gigante.
Yo sigo acumulando libros, que no pasa nada.