Creo que me es imposible contar los momentos en que me he mordido la lengua y no me he atrevido a pronunciarlo. Miedo a herir, a que duela o a herirme. Cuántas veces no he preguntado por pánico a una respuesta que no me gustase. Cuántas conversaciones que se han acabado con tantas cosas que decir. Arrancándome entre suspiros los pensamientos que no se atreven a salir. Que no me lean la mente, pienso siempre.
Porque no, no es lo mismo decirlo que no decirlo. No es lo mismo callarte que pronunciarlo. Decirlo, escribirlo, darle forma, sí que lo cambia todo.
En el libro “Contigo en la distancia” de Carla Guelfenbein, la protagonista, también escritora, dice en un momento determinado que poner en palabras algo, lo hace real. En “Cervantes para cabras, Marx para ovejas”, el que ocupa mi mesita ahora, la vida de un pueblo de Córdoba en los años 30, empieza a cambiar en el momento en el que el pastor se lanza a leer en voz alta.
Esto no pretende ser un carpe diem, ni un eslogan de Nike. Pero sí es un alegato absoluto en favor de las palabras, de su importancia, de decir, de pronunciar, de acostumbrarse a piropear, de tener una conversación honesta y complicada. Es una celebración por los que se atreven a hablarlo. Por los que se lanzan y lo sueltan.
Dar tu palabra significa prometer. El cruce, de nuevo, de frases incompletas pero llenas de ese querer tan único, tan real, que se expresa a susurros y, al mismo tiempo, se ruge. Decirlo a veces rompe, a veces reconforta, a veces acerca, a veces arrasa. Provoque lo que provoque, provoca. Y es la clave. El silencio habla, decirlo grita. El silencio mantiene, la palabra avanza.
Y hacerlo ya ni te cuento, pero esa, quizás, es ya otra historia.
Un lugar en el que se para el tiempo:
el Mediterráneo de Sorolla, que es también el mío.
Un momento en el que se para el tiempo:
Lola Flores recitando a Lorca.
Qué heavy! llevaba tiempo pensando en fabricar una cajita donde guardar todo eso que me guardé por miedo a cagarla.