Gracias, casita
Recuerdo el primer día que crucé la puerta de esta casa. Estaba completamente aterrorizada porque las paredes estaban sucias, el salón estaba desangelado y la que iba a ser mi habitación ni tenía armario. Lo que pasó a partir de ahí fue algo mágico: Pablo, Mario y yo, que nos conocimos en Milán unos años atrás habíamos coincidido en Madrid buscando piso, como si de una alineación de planetas se tratase. Quién me diría que luego mi amiga Mar acabaría aquí un año.
Encontramos este piso y yo quería matarlos porque no lo había visto en persona, pero los dos me decían que tenía “mucho potencial”. Nos pasamos el mes de septiembre de 2018, entero, pintando al volver de trabajar. Nos cambiábamos y como si fuésemos expertos en reformas, cubríamos el suelo y a pintar de blanco hasta las dos de la mañana. Habitación por habitación y puerta por puerta. Recuerdo una noche que tuvimos que dormir los tres en una cama porque nos ahogábamos con la pintura.
Hicimos mil viajes a Ikea, imprimimos fotos, compramos una mesita, una lámpara y yo me vi montando un burro porque adiós armario. De repente el salón ya parecía nuestro, nos encantaba desayunar, hasta le hacíamos fotos. Estábamos agotados pero habíamos creado un hogar.
En mi habitación al principio solo puse tres láminas: una de un edificio cualquiera en la ciudad, otra del mar para no sentirlo lejos nunca y otra con un lema como brújula. Empecé con un par de libros y me voy con más de 60. Los he acumulado en la mesita, encima de la calefacción, en estanterías. Tengo entre estas cuatro paredes mi remanso de paz, una pizarra con palabras que no se borran, láminas de mil aventuras, cartas, postales y un caos mío, muy mío. Y hay algo bonito en desmantelar una habitación antes de irte: la dejas como llegaste y te das cuenta de que tú le impregnaste el alma, así que podrás hacerlo otra vez donde sea.
Sé que solo es material y estoy trabajando en eso del apego, pero esta casa ha sido un verdadero hogar. Fue el lugar donde me asenté después de haberme mudado 8 veces en menos de un año. De repente había un nido, un espacio de seguridad en el que no pasaba nada cuando a veces la ciudad engulle. Esta casa ha recibido todas las visitas posibles, nuestras familias, nuestros mejores amigos, las personas de nuestras vidas. Todos en algún momento se sentaron en el sofá con un vino, vieron una peli o comieron en el suelo. Hemos bailado, nos hemos reído hasta morir, hemos bebido de más, hemos salido al micro-balcón a tener conversaciones imposibles, hemos hablado de lo difícil, hemos llorado, hemos celebrado muchísimo, nos hemos encerrado (real), hemos planificado viajes, hemos tomado el sol en la ventana de la cocina, hemos sido nosotros, en pijama, sin filtros y sin miedo. Siento que creamos una familia entre todos los que venían y se quedaban.
Sé que nos vamos porque queremos irnos y sé que viene algo increíble, pero esta casa ha sido calor de hogar cuando todo se caía, ha sido puerto seguro, refugio de tempestades y ha sido abrazo, así que tenía que despedirme. Me acordaré toda la vida de esta habitación, en la que he crecido tanto que no soy capaz de cuantificarlo, y de esta calle, de este barrio tan nuestro ya, de cada ratito que hemos vivido aquí.
En esta casa he sido feliz y lo he sabido mientras lo era. Ha sido un regalo.
Justo esta semana la frutería de abajo que abría siempre ha aparecido cerrada “por jubilación”. Así que sí, quizás era eso, había que jubilar a esta etapa y dejarla descansar para abrir paso a la siguiente.
Gracias, casita.