Cuatro patas, mil historias
Una mesa, cuatro patas. Cristal o madera. Caoba, negra, con mantel, sin él. Copas, vasos rehusados y grisáceos, o de plástico, ya que nos ponemos. Cubiertos de los que pesan o los que se compran en Ikea en el pack de oferta. Ponerla entre todos o montarla para recibir a invitados. Servilletas de rollo de papel de cocina, de tela bordadas, de cuadros, o usar el papel higiénico porque no queda de nada —que tire la primera piedra el que no haya hecho esto nunca—.
Horas alrededor de una. Alta o bajita, con sillas o apelotonándonos de tapas y vinos con taburetes. Piernas que juegan por debajo, manos que se acercan, tímidas y sigilosas, como si nadie más pudiese ver ese juego de la conquista. Cuántos silencios, miradas que rompen, sonrisas que confirman, noticias que parten y brindis encima.
La de casa de tus abuelos, siempre con el mismo mantel y la vajilla que ahora echas de menos. O la ilusión de la primera que pones en tu nuevo piso, la que preparas para vosotros. En casa nos sentamos cada uno en su sitio, como si la disposición de los asientos formase parte intrínseca de la tradición familiar y todo siguiese bien si se respeta esa norma no escrita.
Todavía recuerdo el caos de las vacaciones con amigos en las que falta de todo, o la primera vez que me senté con Patricia en Milán. También el primer asado en casa de mis tíos en Buenos Aires en una mesa larguísima porque éramos muchos y todos gritábamos porque estábamos entusiasmados por estar juntos y no sabemos hacerlo de otra forma. O la que montamos todos los veranos en casa en la terraza. Aquella barra roja brillante. La de madera gastada a medianoche. Las de estilo merendero en Portugal. O la del Mirador del Cabo de la Nao.
Siempre he pensado que el ritual de la mesa tiene algo que ver con nuestra forma de querer, y de la manera en que nos gusta demostrarle a alguien que es importante sentándolo junto a nosotros durante horas, y comiendo, hablando, celebrando, llorando. Sí, probadlo. Qué más dará. Es lo más parecido a vivir.
En una mesa he tenido la mejor sensación. Esa que susurra en mi cabeza que “no estaría con otra persona, ni en otro lugar”.
Me quedo contigo, sentado cerquita, y salvando el mundo desde esta mesa como metáfora perfecta de que lo importante es siempre el quién y que las florituras, servilletas, cubiertos y vasos ejercen de teloneros maravillosos a todo lo que sucede, pero son lo de menos.
Una mesa, cuatro patas, mil historias.