Bailaban porque estaban enamorados
La primera vez que llegué a Sevilla era junio de 2016, hacía un calor que aplastaba, tenía fiebre, estaba agotada y con pocas ganas de ver nada. Era un viaje de final de carrera que había empezado en Oporto, pasado por Lisboa y Algarve y acabado en casi muerte en aquella ciudad en la que estaríamos dos días. Llegué sin ninguna expectativa que es como mejor se puede llegar a un sitio porque cualquier cosa que ocurra va a ser algo inesperado, ni mejor ni peor pero al menos no te lo esperas.
Esos dos días pasaron muchas cosas porque no ha habido visita a esta ciudad que no haya tenido una historia. Me enamoré perdidamente de las calles de Santa Cruz y sé que cuando busque perderme, me perderé por sus rincones mil y una veces más. Sevilla es de color ocre, casi dorado, y sus adoquines son los teloneros de paseos infinitos. Sevilla te hace revivir, creer en la belleza y te atraviesa sin remedio alguno. Ni lo intentes.
Yo sigo sin saber bailar y sin saber explicar lo que ocurre en la Feria: el tiempo se para, los relojes no sirven, la prisa tampoco. Entre rebujitos hemos brindado por muchas cosas: por el amor de los amigos, por los que siempre están y por los que llegan inesperados a tu vida cuando dabas por hecho que ya estaba, que ya no había nada más. Nos hemos abrazado de verdad porque solo somos una vez en la vida. Y eso no va de carpe diem, si no de saber que esto que estamos viviendo es único, es irrepetible. Ha habido muchos volantes, colores vivos, ojos que brillaban, un diluvio universal y un empuje por disfrutar que podía a todo lo demás.
No es solo el brindis, sino la consciencia de que lo que está ocurriendo es mágico, de que a veces los planetas se alinean y las estrellas bañan la noche en ese punto exacto. Todavía no sé qué es, pero sí sé que cuando te vas tienes el corazón más lleno, agujetas de reírte y la pasión desbordada.
En 2016, cuando paseaba por Santa Cruz por primera vez, fascinada y preguntándome cómo nunca había estado antes, mi amigo Borja, también visitante primerizo, me cogió de la mano en aquella plaza pequeñita llena de naranjos, en medio de una noche de verano, y me miró para decirme algo de lo que me acordaré siempre: “ahora lo entiendo, ya sé porque bailan: bailan porque están enamorados”.
Muerte y resurrección en sus calles.