Adiós, tormenta
Cuando llegamos el domingo a Uluwatu para encontrar el hotel había que, literalmente, bajar los escalones de un acantilado. En la habitación las paredes eran las rocas por un lado y los cristales con vistas al océano por otras. Era como dormir en una cabaña del árbol a metros del agua.
Estos días pasados he descubierto que me encanta meter los pies en los charcos. La primera noche para alcanzar el sitio de la cena tuvimos que atravesar uno gigante y ahora tengo unas sandalias negras untadas de barro. El día siguiente desayunando fuimos asaltadas por un mono que se llevó el croissant relleno de huevos de Sandra. Por nombrar dos anécdotas.
Pasamos el día entre baños y playas ya algo preocupadas por la presencia constante de monos que cogían cosas. Vimos el atardecer en lo alto de un acantilado y retomamos camino de vuelta. Al llegar a la puerta de la habitación María y yo nos dimos cuenta de que no teníamos llaves y en ese ratito, en la oscuridad, escuchamos el ruido de un mono. Se nos ocurrió ponernos cantar gritando ‘Ciega, sordomuda’ de Shakira mientras agarrábamos una escoba para ahuyentarlo.
El mono no sabemos si se asustó, pero la puerta de al lado se abrió de repente y salió un señor, dueño de su casa en mitad del acantilado, muerto de risa diciendo que pensaba que éramos brujas. Las dos nos miramos escoba en mano y dijimos que “técnicamente podría ser”.
Aquella noche había luna llena y quisimos hacer un ritual que consistía en quemar un papelito con un agradecimiento, algo que queremos que se vaya y un deseo. Lo hicimos en la mesa del restaurante en el que cenamos y no solo nadie lo puso en duda, sino que preguntaban qué tal estaba yendo la ceremonia. Al acabar, la camarera nos dijo que la luna llena era el día siguiente, pero que “don’t worry”. Nos morimos de risa, pero vaya, que “don’t worry”. Lo importante del ritual es siempre lo que has apuntado en el papel: eso es lo que quieres, lo que hablas contigo, lo que no le cuentas a nadie más.
Apenas nos volvimos a casa los rayos en el cielo se volvieron tormenta de truenos que no se acababan y la luz lanzaba destellos en el océano, que rugía inmenso y chocaba contra las rocas de delante de nosotros. Allí, resguardadas, comentábamos que nunca habíamos visto algo tan impresionante porque se sentía a centímetros y parecía que iba a quedarse allí instalada. Al principio no nos podíamos dormir pero luego dejamos caer a la lluvia.
Nos despertamos con el mar como una balsa, el sol asomando algo tímido y las nubes disipándose.
A veces, cuando estás en mitad de una tormenta, crees que no se va a acabar, pero solo es una sensación: si dejas caer la lluvia, te puedes despertar con el sol dándote en la cara.
Al abrir los ojos me asaltó esta frase de ‘El Instante’: “No noté la curación, pero un día, sin más, dejó de doler”.
Adiós, tormenta.