Sutil pero magnético
Tengo comprobado que muchos de los mejores momentos de mi vida han llegado directamente de arrebatos por hacer algo por lo que tenía mucha ilusión pero que no tenía mucho sentido (económico o por tiempos). Así llegué esta semana a pasar unos días a Ibiza.
Me encantan los lugares con dicotomías tan claras como esta: vine a ver Bizarrap a Pacha y me gustó tanto como pasear por la nada, tener conversaciones sobre lo que fue una isla de la que quedan resquicios y beberme una cerveza en el suelo. Creo que no hay nada más humano que darse cuenta de que campamos sobre una escala de grises y siempre me ha hecho especial gracia lo de enfrentarme a mis propios prejuicios.
Hay una Ibiza de carretera de tierra, de pinos en acantilados imposibles, de sitios para sentarte a ver el atardecer sin nadie, sin colas de fotos, sin aglomeración. Hay otra repleta de luces que convive con la luz más natural: la de las casas en el campo, la de las pastelerías de toda la vida dónde comprar flaó, la de la gente que se trabajó una tierra que otros transformaron.
El bisabuelo de Marina era pintor, pintaba Ibiza en todos sus rincones y lo hacía siempre usando unos blancos imposibles de imitar. Él conocía sus calles de tierra, a los agricultores y a las señoras que iban al mercado y plasmaba usando luces y sombras la esencia de un lugar. Creo que con las Baleares tengo una especie de imán desde que las descubrí hace más de 10 años porque me deja alucinada que tal paraíso lo tenga media hora de avión o cogiendo un barco en línea recta desde casa. Cada vez que voy doy las gracias porque existen.
Más allá de sus precios inflados, las fotos idénticas y los barcos de Instagram, hay mucho de auténtico entre los que la viven con bocadillo, chanclas y bañador. Hay mucha fruta fresca, agua cristalina y rinconcitos en los que perder la cobertura es el regalo que tiene la isla para obligarte a vivirla sin mirar a otro lado. Lo que no volverá a veces sigue quedando en el destello en esas paredes blancas, sutil pero magnético.