Sobre la suerte
“No hi ha res más atzarós que nàixer” rezaba uno de los carteles de los pasos de peatones de Madrid hace un par de años. Justo, además, cerca de mi casa.
No hay nada más azaroso que nacer. Y tanto.
Suerte la mía. Además suerte en lo más básico y esencial. He nacido en un lugar en el que todo es más fácil que en otros lugares, tengo una familia que me ha apoyado en todas mis locuras y un entorno que me empuja a ser mejor, a crecer.
Muchas veces me ha ocurrido lo de ‘estar en el momento y el lugar’ y me han pasado cosas que cabrían en un libro, sobre todo porque no parecen reales. También, es imposible negarlo, ha habido mucha normalidad, trabajos en el almacén de tomates varios veranos, en el Zara de Oxford Street en rebajas y cambios de uniforme en el baño de una Embajada. Ha habido mucha comida de tupper en el metro petado de Londres y listas de gastos al milímetro en Milán porque si se podía ahorrar un euro, se ahorraba. Algún susto que venía con aprendizaje y grandes fiascos porque el drama está bien de vez en cuando.
Encontré un trabajo que me encantaba muy pronto, mientras las mesas de cafeterías, pagando el café aguado a una libra, hacían de oficina. Tuve que echarle muchas horas porque aunque viniese de un sitio en el que todo era más fácil, no era exactamente tan fácil. Me topé con la realidad más práctica: yo no era nadie ni tenía ni idea de nada. Así que entre listas de gastos, cambios de uniforme y trabajos de verano entendí que tenía que construir mi suerte, piedra a piedra, mazazo a mazazo. Tenía que compensar el desconocimiento con desvergüenza.
¿Y si era eso?
Me di cuenta de que la suerte estaba bien, pero lo que yo hacía con ella le podía dar la vuelta a mi mundo. El teléfono nunca suena solo. Así que te pones a llamar, a escribir a alguien porque crees que igual te ayuda, a darte cuenta de que la vida va mucho de eso —siempre existe esa persona que confía en ti para que des el primer paso—. Preguntas de más. Empiezas a cuidar a tu entorno, con mimo y con despistes, pero sabiendo lo que valen. Cuando estás perdida, se convierten en verdaderos hilos de luz. Empiezas a escuchar con más atención, a ayudar tú, a implicarte. A mojarte por alguien o por algo, porque la indiferencia es inútil. A buscar trabajos intermedios, que tú ya sabes que no, para financiar tus sueños, y a ponerte manos a la obra sin remilgos. Eliges un tipo de vida: la tuya, la única posible. Y vas a por ella con todas las consecuencias. Y es que para estar en el momento y en el lugar, hay que tener los ojos bien abiertos y las ganas dispuestas, porque sino podrías perdértelo.
Es la constancia del que busca, del que se embarra, del que hace. Porque con el azar en la mochila, hay que ponerse a caminar. Caminar lo cambia todo.
Así que ahí lo sabrás: no solo ha sido suerte, es que también te lo mereces.
Y cuando llegas a ese punto, lo tienes.
Sigo buscando muchas cosas, pero me he encontrado conmigo y me he dado cuenta de que el viaje está siendo maravilloso. Y que así siga. Este domingo es mi cumpleaños y te he compartido uno de mis mayores aprendizajes de este año. Los deseos me los guardo, a ver si se cumplen.