Mi madre y yo aterrizamos en Nueva York el martes al mediodía. Era mi segunda vez y su primera. Hacía cinco años, también un septiembre, había llegado a la ciudad en uno de mis primeros viajes financiados por mí misma. En aquel momento fue todo un logro personal poder pagarme un viaje que siempre había soñado así que, de alguna manera, hacerlo suponía la entrada en otra etapa en la que empezaba a cumplir cosas que antes sólo veía a través de pantallas. En el avión iríamos unas 350 personas, con nombre y apellido, cruzando el océano un martes. Para algunos sería la primera vez, para otros una vuelta a casa. Una nunca sabe a quién puede tener al lado.
Al llegar, en la frontera estadounidense, nos tocó un amabilísimo policía que nos contaba de su vida y nos pedía una recomendación de qué lugar de España visitar. Nosotras le preguntábamos qué le gustaba e intercambiamos risas. Sólo sé de él que tenía un rectángulo con la palabra ‘ángeles’. Supuse que sería su apellido pero pensé que los desconocidos amables también son un poco eso.
El día siguiente, al salir del hotel, nos topamos con varios encargados de tiendas de plantas y flores. La luz se colaba entre los espacios que dejaba libre el andamio y el amarillo del sol reflejaba el suelo y los pétalos de colores. Mientras me paraba a hacer una foto un señor acababa de colocar las plantas y nos dedicó una gran sonrisa y un ‘good morning ladies’. Le devolví el buenos días y la sonrisa y me fui contenta a empezar el día. Por la noche, al llegar, vimos las ventanas sin cortinas de una casa de enfrente y empezamos a imaginarnos cómo sería la vida de alguien en Manhattan con una cocina naranja.
Ya arriba del Rockefeller con vistas hacia la ciudad el sol caía y unas decenas de personas (quizás centenares) sostenían el teléfono para cazar la mejor instantánea. No sé si ellas pensarían —como yo— que el sol desvaneciéndose diariamente es una especie de milagro común: sabes que ocurre pero aun así sigue siendo fascinante.
Seguí mirando varios minutos más la escena: Nueva York apagándose y hormigas indefinidas moviéndose de un lado a otro. Pienso a menudo que somos seres minúsculos, que no conozco nada sobre decenas de personas que me cruzo a diario, no sé cómo duermen, qué jabón les gusta usar, si ven la televisión, si tienen hermanos o si viven lejos de dónde las crucé. No sé cómo se llaman o qué pie calzan pero sí sé que una sonrisa amable entre un desconocido y yo es importante para mantenerme cuerda, para hacerme sentir parte de algo, para recordarme que hay una tribu.
A veces me da miedo ser tan pequeña, tan sólo un puntito de nada en un universo que se expande, una hormiga entre rascacielos, un número para una empresa, un DNI para un gobierno, un nombre y apellido para cualquier parte médico. No soy nadie. Y asaltada por el terror de no pertenecer vienen a visitarme, entre mis recuerdos, el policía, el chico de al lado en el avión que me ayudó con el wifi, el de los buenos días y las flores, la mujer que nos advirtió de un timo en una tienda entre risas y la dependienta de la tienda de ropa que me preguntó por mi vida.
Y no es que se vaya el miedo sino que se atenúa porque convive con otros compañeros en el edificio. Soy diminuta pero tengo la alegría, la posibilidad de fabricarla y sentirla. La tristeza y el agujero, el dolor de lo que no será más. Tengo la conversación, la mirada amable, la ilusión por lo siguiente —que me hace creer aue podría suceder porque si no para qué seguir—. Le importo a alguien.
Soy pequeñísima pero podría ayudar a una amiga, dedicarle una sonrisa a un desconocido, moverme al ritmo de una canción que me guste, llorar con una película, imaginarme lo que no existe, aprender un idioma, abrazar y escribir algo que haga sentir algo a alguien. Todo cosas, si me preguntan, que me acercan a la grandeza.
Cosas bonitas de esta semana:
Sandra vino a casa y despedimos el verano en una nochevieja improvisada.
Recibí un mensaje de Instagram inesperado que me sacó una sonrisa.
Vi a Flor en una reunión de tres horas el lunes que supo a comienzo.
Manu y yo desayunamos y su perrito apoyó la cabeza en la mesa como si fuese un cojín.
El martes tomé un avión para venir a Nueva York con mi madre.
Estoy en Nueva York caminando y bebiendo café y haciendo fotos.
El sol se refleja en las ventanas de los edificios altísimos.
Fred Again sacó nuevo álbum y lo presentó con este texto que a mí me volvió loca. Sobre el poder de mostrarse vulnerable.
Hemos llegado a más de 1.000 suscriptores!!!!
La ganadora del libro ‘Días ridículamente normales’ y de otra novela que elija yo es: Cristina Castellanos. Cris, hablemos que te envío cosas.😍
¡Estoy ansiosa porque ese libro llegue a Buenos Aires! Por lo pronto, disfruta de la magia de NY ✨
Algunas recomendaciones:
Berimbau comida brasileña
Leitão lamb burger
Bubby’s brunch
Dos Caminos/Rosa Mexicano/Fonda - comida mexicana
Joe’s Pizza
Morgenstern’s helado
Lafayette croissant de almendra
Compagnie des Vins Surnaturels vino
La Colombe draft latte
Balaboosta comida
Lucali’s pizza
Little Owl - comida americana en el edificio de Friends
Dead Rabbit cócteles
L’Artusi italiano
Grand Banks drinks on a boat
Buvette brunch
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