Orgullo imperfecto
Suena ‘Notte prima degli esami’. También Jovanotti. Estoy en una cafetería del Trastevere. Los romanos pasan a velocidad del rayo a por su café y su cornetto. Me embelesa observar como se mueven agitados a primera hora. En la calle se respira ambiente mañanero. Pitidos, furgonetas descargando, una señora tira una cesta atada a una cuerda desde el quinto piso para recoger unas llaves. Todo bien.
Si hay algo que me gusta de Roma es su caos. Es imposible no pensar que estás poniendo en riesgo tu vida en algún momento del día cuando cruzas la calle. O que el señor de la trattoria acabe gritando cualquier improperio desde detrás de la barra a sus camareros que trabajan en la terraza. En dos días ya atraviesas una avenida de seis carriles sin paso de peatones parando a los coches con una señal de brazos.
Roma ni siquiera es limpia. Está llena de luz al mediodía, pero anochece y es algo oscura y tortuosa. Las carreteras dejan que desear. Si vas en moto prepárate para los golpes con los adoquines y a los sobresaltos.
Me enamora porque la siento como un huracán. Me sobrepasa tanto como me atrapa. Su belleza se alimenta de la sorpresa constante. La mía. Justo en el rincón inesperado de aquel que lo espera todo —no se puede vivir sin aspirar a todo—.
Y creo que me pasa lo mismo con la gente.
Me gustan las personas con curvas. Las personas que se embarran. Que se ensucian haciendo. Llenas de cicatrices y surcos. Con las paredes descoloridas de tanta vida. Ven a contarme tu última aventura. Cuéntame todavía más de cerca la última vez que te la jugaste. Me atrae que saques tu basura fuera, que te expongas, que salgas de tu cueva, que te sientas orgulloso de ser imperfecto. Me enganchan las sorpresas en cualquier esquina. Y que alces la voz desde dentro para pedir ayuda. Que pueda cruzarte utilizando las manos, sin tener que esperar ninguna señal. Que te arriesgues.
Yo, obsesionada con las listas, adoro el caos, las muros torcidos, la pintura que salta, los adoquines de diferentes formas y materiales que encajan precisamente porque son no hay uno igual —¿no es maravilloso como metáfora del poder de la diferencia?—. Amo las plantas que se enredan sin control, que suben sin permiso. Y también un grito bien dado a tiempo.
Sácalo todo.
Siempre que me pregunto qué seríamos si viviésemos en una cuadrícula en lugar de un laberinto emocional, no encuentro respuesta. Pero desde luego que todo sería menos divertido. Eso seguro.