La luz llama a la luz
Viajar me cura el alma. Soy una firme creyente de que la energía que desprendes es la que acaba volviendo a ti. La luz llama a la luz y termina iluminando. Prueba a ver.
Andrés me consigue la primera edición de uno de mis libros favoritos en una librería que parece una casa. ‘El amor en tiempos del cólera’ de 1985 va a descansar en mi mesilla. Con Mariela me paso 10 minutos escuchando música en su tienda y me acabo llevando todo lo que me recomienda. En el trayecto de su Uber, Jorge me describe de forma pormenorizada cómo es un cocido colombiano. Elcy y Orlando nos acogen en su casa y cocinan para nosotros pasteles de yuca y arroz paisa mientras jugamos a las sillas. Paolo me lleva de una parte a otra de Bahía Málaga y hablamos de desengaños con un sistema que siempre castiga a los mismos. Julián tiene 13 años y es ayudante en una excursión a las cataratas. Come con nosotros y a la pregunta de qué quiere ser de mayor nos responde que ni idea. Yo le digo que no se preocupe, que le doblo la edad y tampoco acabo de tenerlo claro del todo. Hago de camarera improvisada en el bar de aquella señora que no da a basto sirviendo menús y nos lo agradece regalándonos un platazo de plátano frito. Al volver la electricidad los altavoces se encienden con la salsa a todo volumen. Observo el atardecer fantasmagórico y absorbente entre palmeras en aquella playa extraña en la que acabamos comiendo arepa y huevo. He visto a ballenas nadar a mi lado. Nos enfangamos hasta las rodillas y nos iluminamos con velas para cenar. Rolando me recoge en el aeropuerto y me consigue una entrevista con una fundación que hace posible que un colegio sobreviva. Leonardo, Alejandro y Diana me cuentan todos los cantantes colombianos que tengo que conocer. Daniel a los mexicanos. Tomás me enseña a bailar bachata y me cuenta que vive por el mundo surfeando. Carlos me abraza cuando llego al Viajero. Lina me invita a Cali y me saluda con un beso en la mejilla cuando nos cruzamos en el desayuno. Ben y Joyce me reciben en su hostal y me enseñan su fundación y el colegio que mantienen en mitad de la jungla. Hablamos de ellos, de los juegos para aprender y se ríen porque digo mucho ‘joder’. Me hacen confiar más en el ser humano. Me invitan a comer, les entrevisto. Conozco a Estefanía y nos vamos de expedición al Tayrona. Me invita a su casa a Medellín y yo a España y las dos estamos de acuerdo en que existe el destino porque las dos nos íbamos a ir a otro lado y las dos nos quedamos y nos conocimos.
Otra vez lo tengo delante de mí: nunca son solo los lugares.
Me pregunto cuántas cosas hay en el mundo que no conocemos. Cuántas realidades. Qué inocente es creer que hay una verdad absoluta. Y qué belleza en lo diferente, en lo que cuesta de encajar en lo sabido, en lo que arrolla prejuicios, en unos ojos que miran de otra forma. Qué maravilla.
Me agarro a mí. A lo que pienso para cuestionarlo, a lo que conozco para saber más, a lo desconocido para descubrirlo. Me agarro a mis ganas de seguir, de seguir a mi manera. Me agarro a mí, sé que me tengo. Si tú ya quieres venir, siempre será a partir de esa única certeza. La de sabernos completos y querer sumarnos. La de ser más.
“—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?— le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses, y once días con sus noches.
—Toda la vida.”
Pues eso.