Entre la nada y la pena
Laura Ferrero hablaba de los finales en uno de sus post el otro día y a mí, que me encantan los principios y llevo fatal las despedidas, sus palabras me resonaban hasta posarse sobre sentimientos amargos.
La misma encrucijada de siempre. Las hojas de los árboles de mi calle se empiezan a acumular en la acera y a lo lejos veo un Retiro que, como pensé una vez, se parece a los cuadros de Monet cuando se pone así, inundado de colores mezclados a pinceladas de melancolía. La misma encrucijada entre lo que es y lo que pudo ser, porque lo que fue nunca sirve más que para recrearse en recovecos infinitos. La sensación de cristales rotos que hieren con el frío, y el calor de uno mismo, que intenta abrazar como puede.
El otro día apunté en mi cuaderno: la nostalgia de lo breve nos recuerda que la puerta aun sigue abierta.
El otoño golpea y la oscuridad de los días acompaña en la sensación vacía de no poder. Pero entre todo ello, entre el desasosiego y el gris, los hilos de luz te empujan a que sigas, a que te caigas tranquila y a que te dejes ser. Que ya no habrá futuros, que el presente campa a sus anchas, que te recuerdes lo que te tatuaste, que salgas a bailar, que celebres lo que tienes. Que lo tienes todo.
Es entonces cuando me asaltan a la mente las sonrisas, los ojos cerrados mientras saltaba en aquel concierto, los mapas del mundo, las notas en servilletas, las manos cogidas, las copas de vino infinitas, los tantos sí, la magia del teatro, la pluma que me regalaron, la vida que pasa. Que no hay final que borre, pero sí que empuje a un nuevo principio.
Jacobo Bergareche, en Días Perfectos, parafrasea a William Faulkner y dice: “entre la nada y la pena, me quedo con la pena”. Amén.