Hay un momento del día que me hace extraordinariamente feliz: si estoy en casa (a veces ocurre) y recién cae la tarde, me salgo a leer al balcón con los pies apoyados sobre la barandilla. Escucho pasar a los coches y a los autobuses y el murmullo de la gente sentada en la parrilla de la esquina me acompaña.
Justo en ese punto me siento dueña de mi hogar y mi tiempo. Con mi librito. También cuando voy a comprarme empanadas de carne a la tienda que hay a dos cuadras de donde vivo y cuando el portero me pregunta qué tal el día. Y diría que también cuando encontré una ventanita en la cafetería en la que pasé dos horas.
Cada vez que como una milanesa con papas fritas o cuando, por fin, volví a comer una fugazzeta con fainá. No hablaré de la carne, me lo ahorro para no causar hambres innecesarias. El martes fue 29 y aquí los 29 se comen gnocchi y se pone un billete debajo para atraer a la fortuna. Adoro moverme, conocer cosas que nunca antes y explorar, tanto como sentirme en casa, tener mi rutina y las tradiciones.
Leo a Tamara Tenenbaum o más bien devoro su ensayo sobre ‘El fin del amor’ y traigo hasta aquí una reflexión suya sobre cómo nuestra generación está viviendo en constante contradicción y sobre la angustia que eso nos genera. Abrazamos lo nuevo, queremos cosas nuevas, nos cansamos y desechamos con más facilidad que nunca. Personas, lugares, objetos. Pero luego experimentamos una felicidad poco comparable a otra cosa cuando ya tenemos nuestra cafetería favorita, comemos lo que nos gusta, los gnocchi el 29, la cerveza ya sabes cuál y pasamos tiempo con la gente que sí.
Pensaba en Buenos Aires, en sus millones de habitantes con sus millones de vidas. Pensaba en lo casi imposible que es cruzarse con alguien y en la posibilidad remota de conectar. Pensaba en el valor que tiene entonces quedarse. Quedarse ahí (y no hablo de lugares). Con toda la contradicción que eso implica.
Buenos viajes!!!!
Un beso muuuuy grande
😘😘😘