El rastro de la valentía
Hay una escena famosísima de ‘El indomable Will Hunting’ en la que Robin Williams le dice, desafiante, a Matt Damon que no tiene ni idea de lo que habla. Le explica que si le pregunta por arte será capaz de decirle todos los pintores más famosos y su inspiración, pero que no sabe a que huele la Capilla Sixtina. Que si le pregunta por el amor le citará un soneto, pero que nunca habrá mirado a alguien y se habrá sentido vulnerable.
Lo desafía para hacerle entender que no es lo mismo leerlo, recitarlo, decirlo, que vivirlo. La experiencia recala en la yema de nuestros dedos, nos deja cicatriz y nos recuerda que estamos aquí y que también podemos perder. Pero es que sino no estaríamos arriesgando nada (y eso no es jugársela). Porque el amor se dice, y está bien que así sea, pero sobre todo se hace. La sinceridad se practica, no se pregona. Las relaciones se construyen y se cuidan. El tiempo se rasca y se acaba encontrando. No se dice que se buscó.
Defiendo la palabra como un valor sagrado, pero me veo en la necesidad de contradecirme. Decirlo está bien y denota intención, pero nada saldría adelante si no hubiese alguien que lo hiciese. Si no hubiese alguien que tomase partido.
Un vínculo se alimenta de actos. Uno puede decir y desaparecer, pero la acción deja el rastro indisoluble de la valentía. Hacerlo lo cambia todo. Cuando era más pequeña en los post-its de mi habitación tenía apuntada esta frase que está atribuida a Woody Allen: “las cosas no se dicen, se hacen, porque al hacerlas se dicen solas”.
Y esta semana pensaba especialmente en ello porque hace casi un año mi amiga Andrea me dijo que se iba a Bogotá a vivir. También me dijo que la visitase, que quería enseñarme su casa y su vida allí. Le dije que ‘vale’ y unos meses después he cogido un avión directa aquí. No tengo ni idea de que vamos a hacer estas semanas pero me cruzaría mil océanos más si me volviese a decir ‘ven’.