Lo que me pasa es algo sencillo, es un chispazo, un enamoramiento que no se marcha, que persiste. Es un lugar al que volver eternamente. Adoro su caos y ahora, por fin, también su aire cálido, sus árboles verde intenso, sus esquinas señoriales, su vereda, los textos de Leila Guerriero y los relatos de Sábato que leo en las mesitas de las esquinas de cualquier calle. También las vallas de las obras de la Plaza Serrano llenas de frases de Cortázar. La sonrisa mañanera del camarero del bar, las terrazas al sol, las librerías repletas de gente y los alfajores de su cafetería. Voy a la calle Sinclair para enviar unas coordenadas y me siento en una esquina a hablar con Nadia sobre cómo queremos que se nuestra vida. Hablamos por notas de voz porque ella está en Monterrey pero si hubiésemos estado juntas seguramente luego nos hubiésemos abrazado. Sigo caminando por Santa Fe como si todo volviese a encajar.
Voy a San Telmo a perderme entre antigüedades, libros usados y carteles de hace décadas, entre músicos callejeros y adoquines. Quedo con unos amigos de mi padre para conocer a su hija. Comemos un asado en una terraza de Palermo a la luz de la luna y al calor de enero, mientras una guitarra suena en la esquina. Martina y yo pintamos durante un rato y se me acaba durmiendo en los brazos. Es que estoy en casa.
Me paso el día haciendo fotos a los pósters de los muros. Paseamos por el cementerio de la Recoleta y la Plaza Francia mientras atardece. Y entonces el sol se pone en aquella ventana y el balanceo de lo que sí se hace más fuerte.
Es la quinta vez que vengo y volveré cien veces más porque por mucho que uno viaje, uno siempre es de un lugar. También de este. No sé si es la belleza cruda, la nostalgia añorada, lo que es más allá de lo que es, pero quiero medialunas, asado y quilombo toda la vida.
No es que ahora la quiera más, es que la quiero mejor —y eso es un regalo que da el tiempo—.
Para poder escribir sobre Buenos Aires tenía que irme porque las cosas cuando están sucediendo son siempre normales. Te ríes, te comes un helado, te sientas a mirar el cielo y hablas un poco más desde dentro de lo que lo haces habitualmente. Qué será.
Es cuando se acaban, cuando te alejas lo mínimo, cuando te das cuenta de que todo es irremediablemente irrepetible y de que, con algo de perspectiva, nada hubiese podido ser mejor de lo que fue porque uno con la vida hace lo que puede con lo que tiene. Porque lo importante de verdad es ese hacer tan difuminado a veces y tan real otras.
Me siento identificada con ese amor que le tenés a Buenos Aires. Hermoso leerte.