Dejé de esconderme de ella
No tengo todas las respuestas porque ni siquiera tengo todas las preguntas. Me exploro y me encuentro distinta aunque indudablemente quedan trazos de lo que fui, de lo que quise, de lo que dejé que me doliera. Dejé (uso estrictamente este verbo y no otro) que el dolor traspasase, impregnase, supurase en cada herida mientras yo miraba impasible y me refugiaba en la pena como único reducto de salvación.
En aquella habitación, tan real como inventada, huí del último rayo de sol, me escondí de la alegría, no permití que me encontrara.*
*Lea usted esto con atención voraz: si te escondes no te encuentra. Si no estás dispuesta a que te encuentre es imposible que lo haga. Es como si le dieses las coordenadas equivocadas, el gps sin conexión, como si programases una ceguera, como le quitases las gafas a un miope y te sentases a esperar. En tu sofá de pena, aunque no lo creas, no cabe nadie más porque no dejaste espacio.
Viví una sombra buscada, incluso cómoda, hasta que un día me levanté en aquella habitación oscura, prendí el botón de una lamparilla minúscula y se iluminaron las cuatro paredes. Generé la señal adecuada, el llamado. Porque no hace falta mucha luz, sólo la luz exacta. Esa lamparilla era yo despertando de un sueño largo, fueron mis amigos esperando en la cocina, conversaciones con desconocidos, un encuentro fortuito, la página marcada de un libro, aquella película que me hizo romperme en mil cristales minúsculos que pertenecían a una copa de vino que ya nunca me bebería.
Fue entonces cuando dejé de esconderme de ella. La alegría me invadió con su perfume inevitable, con la ternura y con la emoción de las primeras veces. El sofá se hizo más grande, se alargó, cupieron todos. Era eso: disponerme a merecerla.
Cosas bonitas de esta semana:
Pasé el fin de semana en Sevilla con mis amigas en la despedida de soltera de Celia y volvimos a ser adolescentes.
Acabé en un bar de Triana cantando y bailando ‘A mi manera’.
Marta me llevó a un atardecer por Santa Cruz y acabé paseando sola por sus callejuelas de noche.
El lunes acabé en un afterwork en casa de Sol hasta medianoche celebrando, yo qué sé, que la vida son dos días y medio.
Cené con Alex y Juan en HER y hablamos de la vida, del futuro, del pasado.
Me aprobaron un reportaje nuevo!!!!
La conversación preciosa y sincera que tuve con Agus y el mensaje que me envió después.
Escribí esto: fue, no dejará de ser, pero ya no será. Precioso lo bueno, aprendizaje lo malo. Pa mí pa siempre.
Mar y yo fuimos a pintar un cuadro mientras bebíamos vino. Nos morimos de risa y jugamos sin más propósito que ese: jugar, pasamos tiempo juntas (ese era su regalo) y nos despedimos poniéndonos la misma canción a la vez mientras nos separábamos.
Probamos los cócteles de La Estrella y nos despedimos con jazz en Casa Brava. Nos quedamos hablando hasta las 2 de la mañana y pensé en lo afortunada que me hace sentir la gente que me rodea.
Me fui a desayunar sola a las 8.30hs de la mañana paseando para escribir esta newsletter.
Vi un atardecer rosa. Vi un amanecer rosa. ¿Os parece poco?
Fui con Andrea y Sofi a tomar vermú al mercado de Antón Martín y comimos el pincho de tortilla de Tornasol.
Me he hecho una maleta para irme al otro lado del mundo: volveré cuando asome la primavera.