Cinco minutos más
Vivir viviendo
Recuerdo la tristeza que me invadía cuando tuve que volver de mi año de Erasmus. Taciturna, lamentaba constantemente por qué aquel año acababa y qué había hecho yo para volver a la miserable rutina de una vida que de repente me parecía aburrida —entiéndase el drama—.
Aquel año fue, tal vez, mi primera experiencia consciente con los finales. Recuerdo hablar con Sofía, justo antes de irnos de casa, sobre el hecho de que íbamos a salir del estanque. Vía WhatsApp. Ella marchaba a Bruselas y yo a Milán el día siguiente. Esas fueron nuestras palabras. Pececillos.
Nunca imaginé que en el océano, además de sensación de libertad, hubiese tantos palos. Las cosas se acaban. Vaya. Incluso cuando no quieres. Incluso cuando tienes la convicción de que podría haber más. Quién me lo iba a decir hace cinco años.
Escribe Laura Ferrero en el prólogo del libro ‘Seré feliz mañana’ de Xacobe Pato —de quién os he hablado en otra carta— que nada dura eternamente. Ni la belleza, ni la alegría. Ni la felicidad. Y que andamos algo empeñados en el deseo de que todo perdure, que se extienda, que siga.
Y yo creo que, precisamente, es nuestra convicción de que seremos capaces de construir algo que trascienda del transcurso inevitable del tiempo, la que nos lleva a vivir viviendo. A llegar corriendo para ver el amanecer en nuestro sitio, que nunca será igual el día siguiente, a dormir poco en los viajes —a viajar—, a apurar las páginas de un libro, a disfrutar de un plato de comida. A quedarnos un rato más. A celebrar hoy, y no mañana, cualquier cosa que haya sucedido. A abrazar largo y lento.
Es la belleza de lo efímero. Sabiendo que algo acaba estamos dispuestos a dar más, a preocuparnos menos por el qué vendrá. A apasionarnos por el ahora. A lanzarnos al vacío. A rascar el último minuto antes de subirnos al avión. A decir que sí.
Y, aunque consciente de ello y creyente firme en que la mayoría de vivencias adquieren sentido porque acaban, finiquito esta oda a los finales con una letra de Andrés Calamaro que dice así: “a veces mataría por cinco minutos más”.
Miró y el Tate Modern
Cuando vivía en Londres me encantaba ir al Tate Modern, cruzar el Millennium Bridge, ver la retahíla de rascacielos, congelarme por culpa del Tamésis, adentrarme en sus salas y acabar siempre comprando reproducciones en sus tiendas —hazlo, es maravilloso, tienen mil libros y láminas preciosas—.
Creo que nunca me lo llegué a ver entero, pero siempre pasaba a visitar este cuadro de Miró.

Esta semana me he acordado mucho de esos paseos y de aquella época que ya no es. Y aunque no anhele volver, de alguna manera la llevo conmigo porque hoy no estaría aquí sin los vaivenes londinenses.
Decía Miró que se sentía en la necesidad de alcanzar el máximo de intensidad con el mínimo de medios. El día que descubrí este cuadro, apunté en mi libreta la frase, cerré y sentí, como reza el cuadro, que a mí también me acariciaron las estrellas.
Sigo. A sabiendas de que lo efímero se marcha con el viento.
Pero consciente de que lo efímero también puede permanecer, impregnándonos, mientras hayamos tenido el valor para vivirlo aun sabiendo que se acaba. Las cosas que duran para siempre tienen poco que ver con extenderlas en el tiempo. Se llevan dentro.