Cinco días y dos recuerdos
La ciencia dice que tardas en acostumbrarte a una situación nueva aproximadamente 21 días. Con esto de moverme bastante he desarrollado una capacidad para hacerlo en apenas 5 y activar todos mis sentidos con el objetivo de instalarme. Siargao es una isla de naturaleza que arrolla, en la que es imposible saber cuántas palmeras hay porque te rodean en cuanto levantas la vista y se mecen en tu camino cuando vas a cualquier parte.
Entre tablas de surf, muchísimo viajero internacional y desayunos con bowls o aguacate sigue viviendo una comunidad de filipinos que son el alma a la isla. Quizás porque en este viaje estoy algo más introspectiva y menos extasiada, abrazando mucho más la felicidad que me provoca la calma, la mayoría de mis nuevos amigos están siendo filipinos y estoy descubriendo a una generación de gente de mi edad que me está enseñando cómo viven ellos y cuánto difiere (o no) de cómo vivo yo. Ando inmersa en escucharles y en observarles, en cruzar sonrisas y en preguntar sobre sus sueños y sus comidas favoritas.
Esta semana empezó como se empieza desde cero en cualquier lugar, sin tener ni idea de adónde ir, de qué hacer y de quién está por aquí. Hoy viernes me quiero guardar dos recuerdos:
Visité una granja que gestiona una ONG que promueve el turismo más consciente y la relación con las familias locales. Tienen un cole, proyectos de regeneración de tierra y una experiencia preciosa en la que vas entablando relación con diferentes personas. Lo mejor, sin duda, fue sentarme en el suelo con Nana, una señora de unos 80 años (hipótesis), que me enseñó a hacer una cesta con unas hojas larguísimas. Nana se reía un montón de mi inicial incapacidad, pero me miraba animándome y sin poder hablar mucho nos entendimos con gestos. Pasé hora y media con ella sin darme cuenta del paso del tiempo y aprecié cada segundo que me dedicó. No hay mayor belleza que la de los años vividos y la luz en la mirada. Nana lo tenía todo y tuve la suerte de conocerla.
Estaba trabajando en una cafetería y empezó a anochecer. Cogí la bici para volver a mi alojamiento y el cielo todavía estaba entre rosado y azulado. Las estrellas empezaban a tomar protagonismo pero la sombra de las palmeras seguía firme. Iba lenta porque olía a brasa de los restaurantes que empezaban a preparar las cenas. Paré a comprarme cena y tuve la sensación de que podría haber sido cualquier día de la semana. Era miércoles. Y en ese concreto momento sentí que estaba dónde quería y también que no hay nada como los atardeceres de verano, cuando todo está acabando y empezando al mismo tiempo. El final y el preludio, contradictorios y amantes.
Si a algo se parece la felicidad es a estos ratitos que pasan casi desapercibidos.