Era un miércoles como otro cualquiera cuando me puse a cocinar al mediodía. Iba a encender la música o a poner The Young Pope (ando obsesionada ahora mismo) pero de pronto recordé a mi amigo Simón Said y a su invitación a cocinar en silencio, a no llenar cada espacio con ruido, a enfocar la atención a lo que estaba sucediendo.
Corté primero el pimiento rojo a tiras y a cuadraditos e hice lo propio con la cebolla mientras el aceite se calentaba en la sartén. Los volqué y añadí sal, removí y los dejé empezar a cocinarse. En ese mismo instante me dispuse a sacar la ropa de la lavadora y a tenderla justo al lado. Estaba doblando un pantalón cuando me asaltó.
Fue el olor del pimiento y la cebolla cocinándose lento. Un olor familiar, el de la comida elaborada a baja velocidad. Me recordó a mi abuela y al aroma que impregnaba su casa cuando sofreía pimiento y cebolla que solía usaba para elaborar alguna salsa que iría en el pescado o en sus famosísimos macarrones con carne. Intenté seguir tendiendo pero yo ya sólo podía pensar en la cocina de mi abuela, en sus sartenes y en su delantal. En el extractor haciendo ruido, la ensalada de zanahoria y maíz preparada al lado y en su talento para comer absolutamente todo lo proveniente de un pescado y dejar apenas las espinas.
Lo que ocurre con los olores es que son disparados a bocajarro, sin ningún tipo de miramiento, aparecen, atraviesan y te llevan a ese otro lugar. Ese lugar tiene poco que ver con el espacio y mucho con el momento o la persona. Estás en el metro y se te encoge el estómago porque hay un desconocido oliendo a alguien que quieres o quisiste mucho. Vas andando y la planta del jardín al que nunca volviste aparece. Y aparece aunque tú no la estés buscando.
Marcel Proust en «En busca del tiempo perdido» habla de una magdalena mojada en té que lleva al protagonista a revivir su infancia:
«Pero cuando de un pasado antiguo no queda nada, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solas, más frágiles pero más vivas, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen todavía largo tiempo...»
Cuando huelo carbón y fuego siempre recuerdo los asados de mi padre. Cuando huelo a pinada y a salitre me acerco peligrosamente al verano. Cuando huelo a gasolina me recuerda a mis años de universidad yendo y viniendo en coche cada día. Cuando huelo a típex al colegio, casi tanto como el olor a libro nuevo o a leche con chocolate y galletas aplastadas. Cuando el galán de noche me asalta me transporto a mis agostos adolescentes. Cuando huelo revistas me vienen a ver viejos sueños. Cuando huelo croissants haciéndose pienso en mi madre. Cuando huelo a cacahuetes fritos me acuerdo de mis amigas. Cuando huelo a café recién hecho siento un abrazo.
Me gusta pensar en los olores como algo íntimo, casi incompartible, tanto por vergüenza como porque uno siempre debería guardarse una parcela de intimidad. Oler algo o a alguien y unirlo a un recuerdo es un ejercicio inevitable, la memoria olfativa es y no puede no ser, por eso es poderosa y nos vertebra cuando creímos haber olvidado. Además, hay poquísimas cosas como el olor de alguien cuando te gusta.
Que los olores sean capaces de permanecer me reconforta porque aunque ya no pueda comer ese sofrito de pimiento y cebolla su fragancia me indica que existió y que, sólo por ello, existirá siempre. Y me asaltará un miércoles cualquiera mientras yo esté tendiendo la ropa.
Exacto. Como si pudiese contener, aun sin agarrarlo, el perfume de la vida.
Cosas bonitas de esta semana:
Fuimos a Porto para Sao Joao y quemamos papelitos y bebimos cerveza y bailamos al atardecer.
Ver a Borja en Porto y poder abrazarlo por su cumpleaños.
Que Manu fuese un auténtico ingeniero solucionador de problemas a la vuelta de Portugal.
La tarde y noche del sábado paseando por Madrid en verano y hablando de sabores favoritos de helado.
La fiesta (desde prepararla hasta las 3 de la mañana) de fin de curso de Sustrato, dónde además ejercí de moderadora de un debate de amor moderno. Lo feliz que me hace formar parte de un proyecto así.
Salir el viernes mano a mano con Mar y que todo nos saliese bien sin reservar. Volver andando con ella a casa.
La charla con Andrea tiradas en la cama mientras diluviaba en Madrid.
El vermú con Sofi del viernes.
No sé que tienen los olores pero reconectan neuronas de una manera brutal :)