A jugar
Llevo instalada en Bali ya más de una semana y si me lees desde hace un tiempo sabrás que me parece un lugar repleto de contradicciones que se me asemeja mucho a mi casa. Entre campos de arroz y playas de dudosa belleza yo me siento como pez en el agua porque me entrego a una vida mucho más contemplativa y en general todo pierde relevancia mientras en realidad todo la está ganando.
Las mañanas sin urgencia me cambian la vida: de repente no suena una alarma ni me despierto pensando que tengo que hacer cualquier cosa que no me apetezca del todo. Y eso hace que mi día empiece jugando: como una niña eligiendo qué quiere hacer en una mañana desocupada.
He hablado mucho estos días, precisamente, sobre cómo de niños nos engañan para desear un mundo adulto que luego resulta alejadísimo de cualquier expectativa creada. Cuando creces ni lo tienes tan claro, ni dejas de cagarla, ni dejas de decir mentiras para protegerte, ni te vuelves indestructible (entre otras). De lo que sí te desprendes sutilmente, casi no lo notas pero gotea y desaparece, es de la capacidad para ilusionarte y para divertirte como si no existiesen los tengo-que, que acaban por aplastar los resquicios de la tontería (en el mejor de los sentidos)
Por eso esto, aquí, lo siento como borrar las nubes, salir del gris, abrazar la nada y volver al campo de juego. Mirar la forma de las nubes, imitar voces y morirnos de risa, correr en un aeropuerto cuando vas sin prisa (correr porque sí) o gritar cuando ves unas vacas cruzando la carretera.
Me pregunto qué pasaría si verbalizásemos más lo que queremos y un poquito menos lo que debemos. Me pregunto si así nos acordaríamos de que un día jugamos y nos lo pasamos tan bien que ni siquiera teníamos que pensar en esto, ni siquiera tenía forma de nostalgia y ni siquiera nos imaginamos que un día podríamos perderlo.
A jugar. Feliz día desde Sumba, una islita perdida de Indonesia.